lunes, 4 de mayo de 2020

Maracuyeah...

Asomado en el borde de un canasto de mimbre un kiwi tímido espiaba extasiado a una maracuyá viajera y rebelde que se bañaba sin pudor bajo la llave del lavadero en la cocina.

Era tan redonda, brillante y lisa, que los vellos se le ponían de punta. Le provocaba acariciar la cáscara, besar cada curvatura, dormir en su perfume ácido.

Por la noche, el kiwi se asomaba y miraba la canasta de frutas aledaña. Sentía envidia de los dedos de la señora Jacinta que lavaba las naranjas y las limas y sobre todo a la maracuyá que maduraba para un postre. Soñaba cosas de esas que ninguna fruta debe confesar y la imagen de los dedos sobre la cáscara le provocaba un deseo irracional de fundirse en jugo y dulzura con esa pulpa blanda y deliciosa hasta la madrugada.

Juanita, que nunca terminaba el jugo y no gustaba de las frutas ácidas miraba al kiwi con cierto desprecio, no acababa de comprender porqué  en otros países apodaban a la maracuyá "la fruta de la pasión".

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