EL FLAUTISTA DE HAMELÍN
Dice la leyenda que, corriendo el año 1284, el pueblo de
Hamelín estaba asolado por una plaga de ratas. Un hombre apareció un día sin
que nadie conociera su procedencia, y por una cierta cantidad de dinero se
comprometió a deshacerse de la plaga. Cerrado el trato, el personaje sacó un
pequeño pífano (un tipo de flauta transversal) y entonó una extraña melodía. Al
instante, las ratas comenzaron a seguirlo, encantadas. El las guió hasta el río
Weser, donde los animales se ahogaron. Una vez hecha su labor, el flautista
regresó para cobrar la suma acordada, pero los habitantes se negaron a pagar
usando cientos de pretextos. El hombre se marchó, enfurecido, y no se le vio
por algunos días; pero regresó durante la celebración del Día de San Juan y San
Pedro. Mientras los adultos se
encontraban en la iglesia, el flautista volvió a tocar su instrumento, y esta
vez fuero los niños del pueblo quienes lo siguieron hasta una montaña, donde
desaparecieron para no volver a saberse de ellos.
Esto es lo que relatan los Hermanos Grimm.
La verdad es que en su segunda aparición, lo que el
flautista se llevó no fueron niños, sino “la voluntad de vivir” de cada habitante
del pueblo, las cuales secuestró y encerró en una cueva de la montaña Poppenberg.
No pasó mucho tiempo antes de que el pueblo comenzara a
entrar en una tenebrosa languidez, en una sensación de que nada importaba ni
valía demasiado la pena. El tiempo dejó de tener significado. La mayor parte del
ganado comenzó a morir de hambre, porque a sus dueños les daba lo mismo si eran
alimentados o no. Si un niño caía de cabeza en un pozo, al resto de su familia
le daba lo mismo. Los habitantes andaban de aquí para allá, sin saludarse, sin
importarles si eran parientes, vecinos o conocidos. Los muertos por accidentes
o por enfermedades simples que no eran atendidas (un resfriado, una pequeña
cortada en alguna extremidad, la picadura de un insecto…) fueron rápidamente en
ascenso sin que nadie demostrara interés. Varios perros y gatos famélicos
prefirieron huir de aquel pozo de mortal decaimiento, donde su mortandad estaba
asegurada.
Este habría sido el fin de Hamelín, de no haber sido por
un hecho fortuito.
Menos de siete años tras la partida del flautista, un
terremoto sacudió la región. El suceso fue tal que desprendió una parte de la
cueva del Poppenberg, rompiendo el
sello que mantenía cautivas las voluntades. Liberadas del encantamiento, estas
retornaron hacia el par de docenas de pobladores que aún habitaban en el
pueblo, devolviéndoles su amor por la vida. Más de doscientos cincuenta años después,
cuando Hamelín ya estaba completamente recuperado, los descendientes de quienes sobrevivieron al
suceso grabaron en la nueva entrada del pueblo una inscripción que subsiste
hasta la fecha, para que no se olvidara el paso de aquel siniestro músico.
Bian.
ResponderEliminarGracias Mako.
EliminarEste cuento me daba mal rollo y tu final alternativo también.
ResponderEliminarInquietante.
Gracias Indigo. Sí, es un cuento que desde niño siempre me causó cierta desazón.
EliminarLa primera parte donde narras el cuento original, me parece una delicia pero la nueva versión me ha dejado un poco fría, no sé, quizás más desarrollo. Lo siento, es mi opinión
ResponderEliminarTodas las opiniones son válidas Mery, gracias por la tuya. En realidad, tampoco es que estuviera pensando en explayarme sobre algo que ya existía.
ResponderEliminarLes robó la dopamina! Me imagino el pueblo sumido en las peores condiciones posibles, algo así como el peor barrio pobre de África. Y, cierto, da mal rollo.
ResponderEliminarGracias por tu tiempo DonDiego. La verdad es que muchos de los cuentos de los Hermanos Grimm, analizados a fondo, resultan bastante truculentos.
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